Destino

«Ciego a las culpas, el destino

puede ser despiadado

con las mínimas distracciones».

El sur – Jorge Luis Borges

Siempre supo que lo iba a dejar. Tarde o temprano se cansaría. No sabía cuándo, ni mucho menos cómo, pero estaba seguro del final. Y no era que no la quisiera, la amaba demasiado, al día de hoy estoy seguro que la sigue amando, sé que no podría rehacer su vida con nadie que no fuera ella, pero él sabía que su forma de ser, su vida simple y sin riesgos en algún momento se iban a convertir en una carga. Era cuestión de tiempo.

Cierto es que dio todo lo que pudo darle, sin ninguna condición y sabía que ella también había aceptado ese pacto de incondicionalidad. Pero por otro lado intuía en el fondo de ese amor que recibía cierta compasión por su pasado, y hasta creyó descubrir en ella cierto una especie de desafío en querer sacarlo de dónde venía, convertirlo en eso que nunca iba a ser. Y creo que nunca supo si realmente lo había conseguido, quizás porque él dio por hecho que ese cambio era visible o no supo cómo demostrarlo. La idea constante del abandono le había cerrado todas las puertas a cualquier intento por revertir esa oscura profecía.

No pasó un sólo día de su vida junto a ella sin pensar aunque sea por un segundo en cómo sería ese momento. No, no era una obsesión, sino una espera resignada muy parecida a la idea que uno se hace en algún momento de la muerte. Sabiendo que eso estaba allí, imaginó casi como un juego perverso todas las posibles situaciones, se lastimaba pensando en cómo sería ese día. Como confiaba ciegamente en ella, pronto desechó toda posibilidad de engaño, de infidelidad, de desaparición misteriosa, de una excusa pueril por una supuesta infidelidad de su parte. Nada de eso cabía en sus posibilidades. Iba a ser como una cosa blanda, sin bordes abismales, sin filos, sin heridas, algo que lo iba a envolver inevitablemente en una tristeza larga para la que siempre estuvo preparado. Ni siquiera el escándalo ni el llanto estaban permitidos. Lo único realmente extraordinario de su vida iba a desaparecer detrás de la certeza que lo había invadido desde el mismo momento en que sus ojos profundos lo habían enamorado.

Pasaron los años. La vieja idea blanda de un tiempo lejano le hicieron pensar por un instante que todo aquello quizás no sucedería, que había sido un producto de su pobre condición de humano derrotado, un hombre en un mundo que siempre le había parecido horrible, salvo por aquella mano suave que siempre estaba para rescatarlo de la tristeza. Se sintió bien, ni siquiera su habitual desconfianza, esa sensación que le velaba cualquier indicio de luz parecían estar cerca para empujarlo de vuelta a las sombras acostumbradas.

Bajó rápido a desayunar con ella como todas las mañanas. El olor de las tostadas y del café con leche no le habían llegado todavía, por eso pensó que sería bueno encargarse él de prepararlo todo, hasta quizás sorprenderla con un abrazo de esos que se le enredaban en la idea del desatino.

La encontró sentada en la cocina, con la mirada perdida en algún punto más allá de lo que permitía el ventanal. Sus ojos apagados y la valija junto a la puerta le dijeron que era el momento. A pesar de todo, sus piernas no entendieron ese final y permitieron que un temblor helado se trepara a su espalda. Respiró hondo. En pocos minutos pudo recomponer esa reconfortante resignación de lo perdido con la que había aprendido a respirar. Después de todo, no había sido una mala idea prepararle el desayuno y abrazarla por última vez.

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