Retomo las ultimas lecturas del 2019 en estos días de aislamiento.
Llevado por el mismo deseo que me hace comprar libros en los momentos menos afortunados de mi economía (últimamente una constante) hace un tiempo decidí caminar por algunas de las casas embrujadas más emblemáticas de la literatura. El recorrido, como cualquier elección, es absolutamente propio, anárquico y atemporal, por lo tanto cargado de mis subjetividades. Los lectores podrán criticar este camino por ciertos olvidos imperdonables, pero creo que nadie podrá negar que pone los pies en lugares insustituibles en la tradición del terror.
Indispensable fue comenzar este camino por la primera impresión que nos causa la casa Usher:
«Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible.»

De más está seguir el recorrido escalofriante por esa casa que lenta e inevitablemente envuelve y se queda con el espíritu de su dueño.
La segunda escala fue la versión futurista de la mansión Usher, construida en los rojos desiertos de las crónicas marcianas, y que asume un tono de justicia poética sobre las obras de Poe devoradas por el fuego. Quizás esta casa no se inscriba en la más pura tradición de las mansiones con vida propia, pero la mano de Bradbury no tuvo piedad con sus visitantes, y remplazó lo sobrenatural con una serie de máquinas que conservaban esa sed de sangrienta venganza.
En la misma linea de homenaje al señor Poe, inevitable es recorrer la demencial Casa de ceniza de Abelardo Castillo. Este texto juvenil e intenso toma un camino diferente, ya que el terror que infunde aquella casa en el medio de la nada tampoco está en lo sobrenatural, y enaltece en el sitial del terror a la locura de un hombre que, en el camino trazado por el existencialismo, encuentra en la concepción de aquel edificio demencial su mirada del mundo.
Hasta aquí el recuerdo de aquellas tres inevitables mansiones del horror, pero sería injusto terminar el camino aquí, en donde encuentro una posible razón de este racconto.

A mediados del año pasado llegó a mis manos «Los elementales», de Michael McDowell, escritor para mí (lo reconoczco sin nigún pudor) desconocido hasta ese momento. En este caso, cosa que no sucede a menudo, captó mi atención la publicidad siempre cuidada de la La bestia equilátera, y sobre todo algunos comentarios de lectores conocedores de su obra, sobre todo el hecho de haber sido guionista de Tim Burton (El extraño mundo de Jack y Beetlejuice), y un detalle mas que escabroso de su vida privada: su colección de féretros.
A pesar de mi resistencia a las traducciones, me fue imposible escapar de este relato, simplemente porque una historia que comienza con un funeral envuelto en el calor sofocante de un pueblo del sur de los Estados Unidos, en el que una familia se despide que una vieja señora no muy apreciada con un macabro ritual sobre el cadáver, sencillamente merece una lectura más que atenta.
Y me confieso para nada arrepentido de aquella lectura. Con un ritmo sostenido, con una habilidad singular para la recreación de un clima y de una época particular, el escritor nos sumerge en un mundo en el que los hechos sobrenaturales son potestad y moneda corriente en la comunidad marcada por el racismo, y que envuelve de manera inevitable a todos los protagonistas, sin importar su color ni su posición social.
Y en esta ocasión no se tratará de una casa, sino de tres, construidas sobre una simetría escalofriante y, como debe ser, levantadas en un páramo lejano y casi inaccesible que por momentos puede ser el mismo paraíso, y por momentos el infierno. A partir de estos elementos, con dos o tres episodios realmente escalofriantes y con la presencia sofocante de la arena, McDowell construye una historia que no puede dejar de leerse.
Creo que vale la pena detenernos un poco y preguntar ¿Qué une a estas casas? Podríamos hablar de los espacios laberínticos, de las historias trágicas de habitantes que se niegan a abandonarlas aun después de muertos, de su construcción sobre suelos sagrados o malditos, de las interminables voces que se adueñan de la noche y de los sueños de sus moradores, o de la locura mesiánica de sus constructores. Sin embargo, a esta incompleta lista la une algo más: el miedo, eso que se presenta en miles de formas intangibles pero que sabemos que están al acecho, esperando que tus ojos se cierren para rasgar el velo de la realidad. Eso está ahí, detrás de una puerta, en un pasillo, en un sótano húmedo y pestilente, debajo de una cama. Algo que en realidad está en nosotros, porque esas casas somos nosotros, los que sabemos que detrás de cada puerta hay algo que no queremos ver.
Me prometí seguir este recorrido con «La casa de los siete tejados» de Hawthorne y con la Hill House de Shirley Jackson, la primera por pura corazonada y conocimiento de otros grandes textos del autor, la segunda por haber visto una más que interesante adaptación televisiva.
Pero como todo camino de lectura, los imprevistos llegan, esta vez en forma de una monumental novela titulada «Nuestra parte de noche» de Mariana Enriquez. Y otra vez la presencia no de una, sino de varias casas que abren nuevos senderos profundos y oscuros en nuestros más ancestrales temores.
Pero esta novela merece un capítulo aparte, por el que habrá que esperar, como esperamos no saber nunca qué nos espera al abrir aquella puerta, o qué nos observa detrás de las ventanas de esa vieja y solitaria mansión que nuestros ojos no pueden evitar.
Deja una respuesta