Sacer

“Tal sería el doble sentido del latín sacer, sagrado y maldito”

Problemas de lingüística general – Benveniste

El recorrido del 26 no cambió. El paisaje parece un poco más viejo, como gastado. El tiempo apila las casas unas sobre otras, va quitando pedazos de cielo, y creo que Dios no puede ver del todo que pasa acá abajo. Pero el viaje es el mismo. Siguen siendo los mismos asientos incómodos en los que nunca se para de saltar. Y los recuerdos vienen y saltan sobre uno al ritmo del colectivo y le dan a todo esto un olor que no quiero sentir, pero que vuelve en cada esquina.

Mamá ya no me acompaña, pero miro el asiento vacío a mi lado y la veo aferrada a su cartera de cuerina negra, apoyada sobre sus piernas siempre tensas, rígidas, que nunca se separaban ni un milímetro. Los ojos siempre atentos para alejar los peligros de las tentaciones mundanas. Cada vez que veía en mí un movimiento nervioso, cada vez que detectaba un intento mío por llegar a la ventanilla y ver qué había en el mundo, su mano me regresaba al sitio del que no debía salir.

Ella ya no está, murió aferrada a un rosario que de tanto apretarlo se le había incrustado en los dedos, siempre pidiendo a Dios que le aliviara esos dolores que ni siquiera la morfina podía engañar. Pero nunca se fue del todo, está siempre conmigo, en cada cosa que hago, en cada sombra que me aparece, en cada mirada de la gente. Siempre está para defenderme, para advertirme de los peligros. Ella está a través de ese Dios que me dejó, ese que vigila cada uno de mis actos y que ahora me pide que vuelva y me arrodille ante él.

…Cristo conmigo, Cristo ante mí, Cristo detrás de mí, Cristo debajo de mí, Cristo por encima de mí…

Por eso estoy arriba del 26, porque ella había hablado con él y él le había dicho que debía volver, me exigía que lo visitara en la vieja capilla del barrio, que me postrara ante su imagen como lo había hecho en mi infancia y que le debía pedir perdón por mis pensamientos oscuros, y por los que alguna vez pensé que habían sido malos conmigo. Dios le había enseñado a perdonar y eso era lo que iba a hacer, iba a alejar el deseo de la muerte, los cuchillos enterrados en la carne y las armas de fuego que destruían el corazón y derramaban  la sangre de los que lo habían hecho sufrir con su oscuridad en el alma y en el cuerpo. Esto me pide mamá y yo debo cumplir.

No necesito estirarme para observar el paisaje, ya no existen mis ojos asombrados que veían todo enorme. Todo es igual, y en cada casa, en cada vereda, los recuerdos y el miedo me  saludan como los buenos vecinos, detrás de sonrisas que se desfiguran y que esconden cosas horribles.

Faltan un par de cuadras. Tomo fuerzas en un rezo silencioso y me paro. Voy hacia el fondo en busca del timbre. Todos me miran. Me acusan. ¿De qué me acusan? Voy a cumplir con el pedido de mi madre y de Dios, tengan paciencia, seguro en la vuelta a casa las caras serán de agradecimiento. No va a ser la misma gente, pero ellos, todos ellos saben de mis penas y de mis pensamientos oscuros. Voy a redimirme. Voy a redimirlos.

Una cuadra antes de llegar a la parada de la avenida toco el timbre. El sonido se mezcla con las primeras campanadas de la iglesia, como sabiendo de mi llegada, como dándome la bienvenida. Pongo mis pies en la vereda. La campana se calla. Giro y veo la torre entre los álamos que acompañaron y acompañarán mis pasos hasta la esquina. Ellos son como guardianes que me escoltan hasta la casa de Dios, la que alguna vez fue mi casa hasta que todo se llenó de bruma y sus ojos desde allá arriba dejaron de ser bondadosos.

Pero no eran esas figuras que parecían saberlo todo. Con el tiempo aprendí que aquellas eran representaciones de algo que no estaba allí, pero que estaba en todos lados. Y allí brotó un miedo real, el miedo a las manos de quienes representaban la palabra de ese Dios de mármol, aquellos que decían del sacrificio y que ejecutaban el castigo encomendado desde aquel cielo puro y cristalino. Porque todo en la tierra se ensuciaba con facilidad, todo se corrompía en la carne, con el deseo de esos hombres débiles hechos de barro, de aquellos que no se arrodillaban ni pedían perdón.

Desde la parada hasta la esquina es como caminar con el barro hasta las rodillas. Cada paso,

cada baldosa, cada frente me traen el pasado. No sé, en este momento sería mejor tirarse abajo del primer auto que pase por la avenida. Ya pasé por esto cuando los fantasmas jugaban con las manchas de humedad de mi cuarto. Ellos dibujaban monstruos que salían de las paredes y me acorralaban. Ellos me obligaban a arrodillarme y a rezar sin parar para limpiar mis pecados mientras no paraban de susurrar inmundicias en mis oídos.

…hoy quiero presentarte todas mis enfermedades, porque tú eres el mismo ayer, hoy y siempre y tú mismo me alcanzas hasta donde estoy. Tú eres el eterno presente y tú me conoces…

La bocina violenta de un colectivo me despierta justo a tiempo. Dios me encomendó una tarea y no me deja ir, no quiere terminar con este dolor, con este miedo. Ahora solo debo esperar que el semáforo se  ponga rojo, debo cruzar la calle y enfrentar las miradas de todos los que cruzan en dirección contraria, todos los que me miran y me acusan, todos ellos saben. Son unos pocos metros que recorro con los ojos fijos en el suelo, pero no puedo evitar que sus miradas me quemen.

Al fin piso la otra vereda. Mi pecho encuentra algo de aire. El ruido de la avenida se aleja con cada paso y crece el rumor de los árboles que bordean el parque que está junto a la iglesia. Siempre fue mi parte preferida. El sonido del viento en los álamos, mamá me dijo que así se llamaban, parecían las voces de los ángeles que ella decía que siempre me cuidarían.

Los últimos árboles se y veo las escaleras de la iglesia. Sus voces me dan ánimo y camino dispuesto a terminar con lo que mi madre y Dios me han ordenado. Pero cuando comienzo a subir escucho su voz, una voz que puedo reconocer entre la de todos los que salen en ese momento de la iglesia. Mis pies se sueldan al piso junto con mis ojos. Esa voz ahora se mezcla con otras voces que me aturden, y cada palabra me lleva a los pasillos de la sacristía, pasillos que alguna vez recorrí con miedo, alguna vez con entusiasmo y otras tantas veces pegado a mis lágrimas. El recuerdo apoyó su mano húmeda y caliente sobre mi cuello, aquella mano que luego se posaba sobre mis labios para sellar un secreto del que ni Dios debía ser parte.

Aprieto fuerte mis manos dentro del gabán. Busco en aquella cruz que ahora se incrusta en mi mano izquierda y se entibia con mi sangre la fuerza necesaria que debo transmitir a mi mano derecha, la que empuña con decisión mi camino al perdón.

…tú conoces todo lo que he querido hacer y no he hecho. Conoces también lo que hice y lo que me hicieron lastimándome. Tú conoces mis limitaciones, errores y mi pecado…

Lo veo, él no me ve, pero yo puedo observarlo. Está más viejo, pero no perdió esa actitud y esa mirada que somete, que cautiva. Sigue juntando sus manos, esas manos que entrecruzan sus dedos entre el pecho y el estómago. Deja libre siempre su pulgar que acaricia la cruz. Necesita todo el tiempo estar en contacto con ella. Mientras lo hace habla con una señora, como alguna vez lo hizo con mi madre. Luego baja sus ojos hacia el niño que se aferra a la pierna de la mujer y que tiene la cara inundada de lágrimas. Su mano derecha suelta la cruz y se posa sobre las lágrimas del niño. Su otra mano saca un pañuelo inmaculado con el que espanta las lágrimas. “déjelo señora, en ningún lugar estará mejor que en la casa de Dios”.

Repite esas palabras que recuerdo exactamente. También recuerdo a mi madre exigiéndome con su mirada dura que deje de llorar, mientras intentaba despegarme de su falda.

Veo ahora a ese niño que entrará a la sacristía aferrado a esa mano húmeda y caliente. Allí calmará su temor con dulces y le hablará de todo lo que podría hacer, junto con los otros niños que toman clases y sobre todo escuchando sus consejos e indicaciones, que son las palabras del señor.

El niño todavía puede salvarse del infierno, con mi ayuda puede salvarse. Esta oportunidad es un regalo que Dios me da para redimirme, para mostrarle a mamá que no mentía, que mis pesadillas eran por su culpa, por haberme sumergido en las llamas y luego negarme con la misericordia que se le puede tener a un joven que alucina y que tiene una imaginación exagerada, “peligrosa si se aleja de las palabras del Señor”.

El niño no puede resistirse a la fuerza de ese brazo. Gira y pide en una mirada desesperada

ayuda a su madre que ya baja las escaleras del templo, le arroja un último beso culposo y le promete que en una hora regresará con él. Recuerdo que mamá ni siquiera se dio vuelta, siguió su camino seguramente orando en silencio, agradeciendo por la buena disposición de aquel enviado del cielo. Cuando regrese será tarde. Ya estará dada la primera puntada de la red que lo envolverá y lo ahogará en un mar de pesadillas.

Pierdo la noción del espacio y tropiezo con la madre del niño. Me mira como pidiendo disculpas. Veo en sus ojos demasiada tristeza y demasiada bondad. Pido disculpas y cuando levanto la mirada hacia la puerta ya no están. Debo entrar, debo recorrer la nave del templo lo más rápido posible, siempre lejos de su mirada. Desde allí arriba sabe de mi llegada y que no me atreveré a mirarlo, al menos hasta que termine mi tarea.

Entro. El olor de este lugar me conmueve, perfora mis sentidos, el silencio atronador me debilita. Todo da vueltas. Las voces me aturden. Debo seguir. La puerta que da al pasillo de la sacristía está entreabierta. La atravieso y giro a la izquierda. No puedo evitar las imágenes que todo lo vigilan. Llego al final del pasillo. Tres puertas. De frente el saloncito de catequesis. Se oyen las voces de los niños, como en secreto, tratando de no despertar sospechas y de evitar retos y castigos. Juegan. A la derecha el baño y a la izquierda el vestíbulo, siempre en penumbras, que da a su despacho privado. Me quedo detrás de la puerta. Escucho.

Los espasmos de un llanto seco. Veo su sombra que va en busca del frasco con caramelos.  Sus pasos regresan, gira la silla para sentarse frente al niño y comenzar con la tarea. Escucho una a una sus palabras, las mismas que grabó a fuego en mi memoria. Escucho su voz profunda y seca como golpes de martillo en mis oídos. Abro despacio la puerta y veo sus manos acariciar las mejillas del ángel. Cierro los ojos. Ya no puedo volver.

…que al verme no me vea a mí, sino a ti. Permanece en mí, así resplandeceré con tu mismo resplandor y sirva de luz para los demás…

Empujo la puerta con todas mis fuerzas. El pequeño me mira asustado, él parece haber visto la llegada del mismo Lucifer. Calmo al niño, le pido perdón con una voz suave y dulce, le digo que soy un viejo amigo del padre, que vengo simplemente a buscar algo que había dejado allí hace ya mucho tiempo. El rostro descompuesto de mi viejo confesor lo dice todo. Soy la representación de aquello que creía enterrado debajo de mi locura.

Saco mi mano izquierda del abrigo y ante un gemido que supongo es su forma de pedir misericordia le pido silencio con una sonrisa. Mi mano compasiva con sangre de la cruz intenta sellar sus labios. Dejo mi rastro de sufrimiento sobre el rostro mientras mi mano derecha ya muestra en alto el brillo de la redención.

Algo atraviesa el techo y me detiene. Una luz que enceguece y entibia mi rostro me habla, me indica el camino: no lo quiere a él. la luz me dice que la muerte sería el camino fácil para su alma turbia. La luz dice que me perdona y que mi brazo es el brazo de Dios. El camino del perdón está abierto.

Bajo mi mirada y descubro la suya fija en mi mano derecha. Acerco el arma a su rostro mientras el sudor lo inunda. Cierra los ojos. Pero el arma tiene otro destino. Dios toma impulso y sigue un camino implacable hacia el ángel de las lágrimas secas. Le digo que no debe tener miedo. Su pecho no ofrece resistencia y el arma pronto llega a su corazón. Un ruido seco. Lo salvé del infierno.

Giro hacia mi amado confesor que no puede dominar su terror. Descubre el cuerpo del ángel que ya emprendió su vuelo eterno a mis espaldas. Me mira como buscando una respuesta. Nunca comprendió el significado del verdadero amor, mucho menos el de la clemencia.

Beso su frente y le digo suavemente que no es su hora, que debe dar aun explicaciones aquí en el purgatorio, que las llamas del infierno son eternas y sabrán esperarlo, ese mismo infierno al que él regaló mi cuerpo lastimado. Rezo por él.

…por la cobardía de no cambiar lo suficiente cuando una palabra o gesto lo advirtió. Y por las veces que no tuve valentía de señalar el error al hermano fraternalmente. Perdóname Señor… 

Otro disparo. No hay dolor. Mi madre y Dios me esperan.

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