La luna no siempre es la misma
Tres agujas – Fito Paez
Final del día. Camino hasta la parada de colectivo. Cuadras tranquilas, apagadas. Cruzo las vías y, por instinto, giro la cabeza hacia ambos lados. Hacia la derecha, no muy lejos, la estación, hacia la izquierda mis ojos buscan referencias en las vías que se hunden en las sombras. Y allá arriba ella, regalando cierto brillo apagado a los hilos metálicos que llevan y traen sueños rotos, pies cansados y espaldas sin sueños.
La miro y pienso en los antiguos nombres, cuando los hombres se rendían bajo la luz tenue de Selene, aquella que vestía las sombras de la noche y de sus hijos, cuando Hypnos tejía sus redes con los sueños de los inocentes, atento siempre a las trampas de Thanatos y a su sed de almas a la intemperie, la almas de aquellos perdidos en las sombras profundas de Erebo.
Pienso en Hécate, la que acunaba bajo su luz el lamento de los fantasmas, mientras daba de beber sus pociones a los inocentes mortales, la primera de una estirpe inacabable de temibles hechiceras que aún sostienen el miedo de los hombres.
Me libero de las palabras que tejieron las viejas lecturas mientras sigo mi camino. La miro nuevamente y me pregunto si tendrá recuerdo de sus nombres, me pregunto qué mira. Invento una respuesta. Yo digo que mira cómo, allá abajo, su hermana cambia su piel, cómo muere lentamente. La vio estallar mil veces, la vio quemarse, pero nunca la vio asfixiarse. Adivinó las sombras de los monstruos que solían recorrerla, adivinó las formas de la muerte a pesar de las nubes. Se rió de aquellos que aquí abajo la llamaron de mil formas distintas, de los que mataron en su nombre para apaciguar un cambio de color y de forma que creyeron furia divina.
Yo creo que cuando todo muera acá abajo extrañará ser el refugio de las pieles que se fundían bajo su luz. Extrañará las palabras que subieron desde los ojos y desde los poemas para acariciarla. Creo que lo único que desea es no perder la canción de los lobos.
Ahora, subido al colectivo que me lleva a casa, la busco en cada esquina, en cada giro. La descubro entre dos árboles, la vuelvo a perder detrás de los edificios. La recuerdo naciendo en el borde de un cerro, trazando su camino de luz sobre un lago del sur o un río manso del norte ¿Era otra? ¿Era más feliz? ¿O serán nuestros ojos empobrecidos que la cambiaron por la “luz multicolor que nos roza la cara”1?
En las últimas cuadras, otra vez a pie, se me aparece sobre una lejana línea de árboles. La saludo y me animo a pedirle disculpas, aunque no sirva de nada. Porque ahora su luz sólo le pone formas tenues a la miseria humana y le da un brillo triste a las lágrimas de un niño que llora de hambre, al miedo de un jóven que sólo conoce del cielo las bombas del enemigo sin forma. Quizá, lo que creemos su rostro en nuestra funesta certidumbre de creernos el centro del universo, no sea más que su espalda y sólo esté esperando el milagro de nuestra extinción para volver con su mejor luz al mundo y para volver a escuchar las antiguas canciones de sus primeros hijos.
1 – Bradbury, Ray – El peatón
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