El espesor de las palabras

Imagen extraída de https://www.muyinteresante.es/cultura/arte-cultura/fotos/

Tiempos de pantalla. Tiempos de cuerpos temerosos y alejados. De cuerpos que sufren pero aceptan el bien comun. Tiempo de cuerpos que gritan por volver para abrazarse para ver la cantidad «likes» que tendrán las primeras fotos del reencuentro. 

Un tiempo en el que las palabras cobran otro espesor, otra textura. Palabras que más que nunca parecen alejarse de la acción. Palabras detrás del velo, del agua, del espejo que magnifica, empequeñece u oculta la intención.

Y todo llega y se envía a través de esas palabras sin rostro que encuentran en la distancia el campo fertil del odio y el desencuentro. Palabras mal dichas o mal escuchadas. Da lo mismo. ¿Da lo mismo? El mensaje se pierde en la profundidad del desconcierto.

En tiempos en donde reina la palabra «pandemia» suena la voz de un médico que confirma mi enfermedad a través de la brevedad de un «positivo». Resuenan las palabras que impiden a mi esposa volver a casa por las «posibles complicaciones» de su estado. Y los cuerpos se separan aun más. Se suma la palabra «miedo» extendida en un tiempo interminable.

Días de soledad que se coronan con un  llamado telefónico que suma la palabra «muerte» a la lista. Y un padre que se fue en una indigna soledad propia de estos tiempos y que nos dejó quizás muchas palabras sin decirnos ni decirle. Palabras vestidas de silencios largos que prefirieron alejarse, pero seguiran resonando en algun recuerdo, hasta que las dejemos sanar.

Todo se resignifica a partir de los hechos. Todas las palabras que se escuchan alrededor pierden espesor, pierden substancia. En la soledad y la espera escucho. Se entienden y se valoran los silencios. Se descartan las presencias forzosas que se desnudan en las frases hechas. Mientras las palabras lo siguen inundando todo. El filtro del dolor parece dar nuevo sentido a algunas cosas y reafirmar otras.

Escucho. Leo. La palabra implica un hacerse cargo que parece haber quedado en el olvido. Se habla, se acusa, se miente, se repiten palabras que sin el sustento de los hechos pierden volumen y son cenizas en el viento. Nadie es dueño de las palabras, las arrojan cortando el aire de la verdad, desangrándola. Y nadie admite las consecuencias. Palabras que se vuelven criminales en boca de los que saben su poder. Y no hay consecuencias.

Siento, o necesito sentir que es hora de comenzar a moldear de nuevo las palabras, de empezar el trabajo del alfarero, de buscar su sombra fresca y reconfortante, que sean punta de lanza de la acción reparadora, no más del filo herrumbrado de la mentira. Pero sobre todo de hacer silencio si no hay qué decir, y de afinar el oído ante los que profetizan el caos, de los que buscan en nuestra complacencia la mecha que encienda el desencuentro.

Si no desandamos el camino de la palabra y no buscamos de nuevo su verdera dimensión, será lo mismo la muerte que la vida, no importará el fuego que todo lo arrasa por unos billetes, el chico que muere de hambre en medio del Chaco, el que sobrevive pero estará condenado a la esclavitud del mérito capitalista. Vestimos de «normalidad» la bomba que cae sobre los niños de Siria. No parecen importar las muertes lejanas y silenciosas, porque la imagen nos mostró el show macabro y palabras nos alejaron de todo. Es más facil el lamento estéril, que también es muerte lenta. Total todo parece suceder lejos, a través de la pantalla. Hasta que nos toca.

Ya no hay tiempo para las palabras vacías. El mundo se cansó de esperarnos.

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