Como suele sueceder a menudo, se me juntan lecturas en estos días de pies cansados y espaldas adoloridas.
En «Crónica de un iniciado» el jujeño dice: «Como nadar en un barrizal […] una laguna oleosa, y sobre todo el cansancio, pero un cansancio como de abrirse paso en un pantano».
Y esta frase se hermana con Leila Guerriero, que en «Teoría de la gravedad» escribe: «En eso estaba cuando escuché que llegaba un paciente a la camilla de al lado, separada de la mía por un biombo. Era un hombre. Se recostó y el doctor L. le pregunto qué problema tenía. El hombre respondió: «Cansancio». La voz me dejó helada. Porque eso no era cansancio. Era alguien que está de pie en el balcón con la pistola cargada apuntándose a la sien. Una vez el doctor L. me preguntó cómo estaba y yo le dije «Tengo pesadillas». Él dijo: «El sueño no sabe». Ahora le susurró al hombre: «Tranquilo». Eso fue todo. Y el hombre, al otro lado del biombo, suspiró. Fue un suspiro horrible, como quien sabe que no tiene remedio. Yo abrí los ojos y miré la lámpara de caireles que pende del techo de la antiquísima casa donde atiende el doctor L. y recordé esa frase que es la única que me arregla cuando no tengo arreglo. Una frase de uno de los personajes de ese libro que es un continente, llamado Las palmeras salvajes , de William Faulkner: «Entre la pena y la nada elijo la pena». El cansancio proviene, claro, de no saber cuándo termina.«
Y pienso en toda esa gente que no ve el final de la pena, que nunca pudo elegir. Pienso en la gente a la que la metieron en un pantano, a la que le corrieron la orilla.
Entiendo que elegir un camino no nos exime de las penas, sobre todo de las que vienen de la mano de un mundo que oprime, que al menor tropiezo te saca del camino, que no está en la proporción exacta con lo que exige. El problema está en no poder elegir, en que te saquen el derecho de pelearle a la pena hasta el final… o hasta donde uno pueda.
Pienso en mi viejo, al que veo envuelto en una pena grande, en el deseo de llegar al final dignamente, que se termine el dolor, en un cansancio como de pantano que ya no le permite andar. Y pienso en cuanto se podría haber hecho para no llegar a esto. Porque toda la vida se le exigió sacrificio, puntualidad, horas y horas en pos de la ganancia de otros. Y se le exigio también pagar a tiempo, siempre, todo, para descubrir en sus años de merecido retiro que solo habían quedado migajas, y que esa limosna ahora no le alcanza ni para tener un lugar digno en el que descansar su pena y, al menos, llegar a la orilla en paz.
Cansancio de un mundo que dejamos en manos de gente que ni siquiera nos dio a elegir entre la pena y la nada…
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