El ruido y la furia

En pleno arranque de un 2023 que empezó extraño (quizás furioso, o camino hacia eso) debo dejar el auto en el taller. Cambia la rutina, no mucho, pero lo suficiente para volver a escuchar los ruidos del mundo. Porque no es el mismo mundo. Los veinte minutos de ida  y los veinte de vuelta se convierten en cuarenta entre la caminata, la espera y el trayecto del 501.

No quiere decir que desde el auto uno se deslice por los suburbios sobrevolando la locura  como un dios alado. La furia de la ciudad también fluye con el tránsito, en cada maniobra insensata, en los bocinazos, en la imperiosa necesidad de pasar primero a cualquier precio, en el peligroso sopor del celular que se lleva los ojos a otro lado. La atravesamos y nos atraviesa. Al menos en el auto pongo una música que atenúa y a veces le dibuja una sonrisa a la locura agresiva, mientras que la radio sólo parece contar lo que pasa en un mundo que no es mío.

Pero caminar es otra cosa. Uno lo olvida. Se arranca más temprano  hasta la parada, pero esa libertad que los pies agradecen se termina al enfrentarse al tráfico de la avenida y a la cola del colectivo. Luego, otro mundo. Arriba de un vehículo manejado por otro, por alguien que pertenece a una estirpe clásica, con su propia música y con derechos autoadquiridos por el tamaño de su nave. Una dimensión diferente en cada maniobra; un paisaje interno que cambia  en cada parada. Estudiantina con auriculares y docentes, mamás con niños y señores preparados para una jornada larga en la fábrica. Todos cargando sus vidas como pueden o, mejor dicho, como los dejan. Al fin la parada. Una nueva caminata, esta vez ruidosa y salvaje en el primer tramo con las urgencias del horario, luego más tranquila en las últimas cuadras de un barrio que no despertó del todo. Quizás el único tramo donde se escucha un tarareo interno que el ruido no alcanza a tapar. 

Luego la rutina. Un mar de adolescencia y de burocracia insensata. Por ahora hablar un poco de literatura sigue siendo una tabla de salvación, algo que mantiene el ruido y la furia por lo menos un rato afuera, al acecho, como un vampiro que no puede entrar sin mi permiso.

Y la vuelta, a veces después de una triple jornada, ya entrada la noche. La caminata tranquila en el silencio de un barrio que se va descalzando de a poco. Hay que cruzar la estación y cuidarse de los apurados que no ven la hora de volver y no ven al resto. Paro a comprar algo fresco para encarar las últimas cuadras hasta la parada. Y en la última esquina el bocinazo urgente, interminable. Miro a mi derecha y lo veo como a dos cuadras, como en el aire, justo en el momento que una sombra negra intenta frenar y que se queda a mitad de camino. El golpe. Lo veo volar envuelto en un grito. Pega contra el cordón y luego contra un auto estacionado. La alarma se dispara. Gente que corre, gritos del accidentado mezclado con las voces de los que primero llegan. Una parálisis fría en la espalda. Más gente que llega. Al fin mis piernas se destraban y sigo hacia la parada. No puedo hacer nada. Mi cabeza se aleja llena de todos los ruidos que se quedaran conmigo por un rato largo. Pero eso no importa. Pienso en un pibe que se está peleando con la sombras, que se está jugando la vida arriba de una moto por dos mangos, en la furia que lo obliga a correr a mil sin medir las consecuencias.

En un par de días volveré con el auto. Tendré que pasar por esa esquina con la pregunta del destino de ese pibe, de su familia. Intentaré apagar el sonido brutal del mundo y la furiosa tristeza de su gente, eso que siempre va a estar, porque así es la ciudad misma y porque así somos los que reptamos por ella.

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