William Faulkner le confesaba a Jean Steen: «Soy un poeta malogrado. Quizás todo novelista quiere escribir primero poesía y descubre que no puede, y entonces intenta escribir cuentos, que es la forma más exigente después de la poesía, y, al fracasar, sólo entonces se dedica a escribir novelas.»
He aquí el único que transitó todos los géneros con igual contundencia y belleza. Faltaba su poesía, la que se negó a publicar en vida y ahora sale a la luz en «La fiesta secreta». Y cómo no iba a escribir sobre los espejos, objeto abominable para el paso del tiempo.
Espejos
Antes que yo, dos hombres han sentido
el sagrado pavor de los espejos.
No soy yo, es mi miedo lo que mido
con esos dos, tan altos y tan lejos.
Poe y Borges supieron de esta rara
maldición de la luz: la que duplica
el horror paulatino de mi cara
que en vejez, tiempo y muerte se disipa.
Dios debiera velarnos a estos jueces
de la ruina del alma y de sus grietas.
Ya es pecado morir, por qué mil veces
matarse entre cristales y aguas quietas.
Por eso no hay espejos en mi casa.
En la pared, un gran dibujo intenta
fijar mi antigua cara. El tiempo pasa
y me asesina sin que yo lo sienta.
Abelardo Castillo
(1974)
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