La leyenda del que no duerme

Las únicas realidades están en los sueños

Israfel – Abelardo Castillo

Se cuenta que el brazo del rey descansaba sobre la cintura amable de la reina. También se cuenta que aquel brazo implacable en la batalla de pronto cobró un peso y una frialdad singular. La reina notó la ausencia. Sus besos tibios y preocupados ya no alcanzaron. Dicen que sus gritos erizaron las pieles del reino. De inmediato aparecieron súbditos y guardianes. Desentendida de sus vestiduras, ella gritaba sobre el cuerpo dormido del rey, que parecía tener vedados los caminos de regreso.

Con urgencia fueron convocados los curadores oficiales, quienes descubrieron bajo la piel de mármol un leve hilo que aún lo unía a la vida. Pero ningún sabio o médico de la corte supo cómo abrir las puertas de esa extraña prisión. Luego fue el turno de los sacerdotes menores y los druidas, por último fueron las viejas que curaban los males de la pobreza. La escena fue dramáticamente idéntica: el fracaso, la furia, la sangre. Los cuerpos arrojados desde la torre se mezclaron en un túmulo que no reconoció jerarquías ni honores. Cuando se terminaban los caminos, la daga amenazante de la reina escuchó en un tímido susurro un nombre impensado: el desterrado, el que ve más allá de los sueños, el no querido en ningún mundo posible.

Mientras los consejeros mayores deliberaban y decidían desaconsejar a la reina sobre esa peligrosa idea, la guardia real ya había partido en su búsqueda. A pesar de las negativas al oír su nombre, sus voces urgentes y sus espadas arrancaron pronto su paradero: el confín de la Ciudad de las Sombras, un territorio olvidado por los dioses y evitado por la mayoría de los mortales dotados al menos con una brizna de buen juicio. Pero su fidelidad al rey no les permitía la mínima duda; pagaron el tributo en vidas y precioso tiempo con aquel atrevimiento. Sólo un puñado llegó a destino. 

Encontraron al que no duerme montado sobre su espectral montura, esperándolos. Las voces de los pocos que pudieron dar testimonio de aquel encuentro no encontraron la palabra exacta para describirlo: a pesar de sus rasgos humanos, su presencia envuelta constantemente en una bruma pestilente e hipnótica afirmaban un origen al menos cercano a los sueños del infierno. Las armas buscaron refugio ante la oscura presencia del que había quebrado la indulgencia de todos los reinos conocidos. Ni siquiera hizo falta detallar los requerimientos de las urgencias de la reina, ni siquiera negociar condiciones con el vulnerador de las grandes leyes. Antes de emprender la marcha sólo pidió que nadie se durmiera en su presencia. No todos pudieron obedecer.

En el regreso no se permitió pausa alguna. La Ciudad de las Sombras le dio la espalda y se replegó en sus propios terrores ante el paso de la hueste; los infranqueables bosques cerraron su vida, los caminos ofrecieron todas sus bondades con tal de convivir lo menos posible con el maldito. Así fue que en pocas jornadas el reino se encontró frente a frente con ese ser despreciable, al que solo creían parte de las leyendas nocturnas que danzaban en los fuegos de la noche. El amor por su rey los obligaba a aceptar su dolorosa presencia. A su paso atravesó el alma de todos como una estaca de hielo. Al fin el miedo se fue tras él cuando las pesadas puertas del castillo se cerraron a sus espaldas; el aire regresó de su escondite y una larga espera que dejaría a todos al borde del olvido daba inicio a otra época. 

Al fin el que no duerme se presentó ante la reina. Dicen que en aquel encuentro fue el visitante quien no pudo evitar que sus pies retrocedieran. La imagen de aquella mujer y su mirada reflejada en la sangre de su daga diluyeron las palabras. El oscuro llegó hasta el cuerpo dormido del rey y extendió su mano; el tiempo pareció detenerse en la bruma del silencio de la habitación real, hasta que por fin se anunció el origen de aquel mal. La misma mano que dudaba ante los ojos de la reina transmitió su veredicto: salvar el alma del rey exigía un largo viaje. Allá donde las aguas se perdían en los cielos estaba la única esperanza, la otra punta de la cuerda y la mano que sostenía la vida del rey, la que se había filtrado en sus sueños para labrar un conjuro indescifrable. El agradecimiento de la reina se diluyó en la urgencia de la partida junto con la figura del desterrado, quien desapareció envuelto en la bruma del olvido.

Con la guardia diezmada en la búsqueda del oscuro, la reina confió el cuidado del rey a unos pocos sobrevivientes, únicos dignos de su confianza; ella se puso al frente del grueso de una tropa sólo acostumbrada a la determinación y crueldad de un hombre de mando. La desconfianza hacia aquella mujer sólo duró dos cabezas rodando a sus pies. Todos se rindieron ante su determinación y pusieron vida y honor su servicio..

El camino hacia el mar fue arduo. Las crónicas oficiales cuentan que el paso de la reina fue firme y despiadado; todo lo que implicara un freno de su andar se resolvía con sangre propia o ajena. Su paso dejó una cicatriz palpable sobre sus tierras, hasta que su impetuosa carrera encontrara el primer gran obstáculo: el mar le mostró su rostro impasible. Allí su espada no alcanzó, entonces el oro fue el camino. Las arcas del reino hablaron en los oídos apropiados y pronto una flota entera estuvo a su disposición. Hasta los vientos del otoño parecían haber recibido su parte. Empujaron a la flota mar adentro durante incontables jornadas, sólo hasta las latitudes en donde también el aliento de los dioses se sintió un extraño y decidió abandonarlos. A merced del capricho de las corrientes, la marcha se hizo lenta. Las espaldas de los remeros sangraron la impaciencia de la reina. El sol y la sed quebraron las voluntades y los cuerpos. Noche tras noche la flota disminuía por muerte, locura o cobardía, hasta que solo un barco habitó el desierto de sal.

Abandonada, sin más sangre que la propia y de unos pocos fieles o insensatos, cuentan que la reina por primera vez dejó que sus rodillas besaran el suelo. Imploró, blasfemó, hasta que al fin cerró sus ojos con la ilusión de encontrarse por última vez con su rey. Pero en su lugar el que no duerme le habló. Ella reconoció su voz, pero su figura era otra, quizás la verdadera, inabarcable para el ojo mortal. Terrible y luminoso, extendió su mano. La despojó de sus armas y la envolvió en un torbellino de cara al peor de los abismos, en el que miles de desdichados reclamaban su alma como alimento. La reina se resistía, había dejado todo para salvar a su amado rey, pero aun su dignidad le negaba rendirse totalmente ante el ímpetu del ser oscuro. Ni siquiera en los sueños podían apartarla de su obsesión, pero ya no tenía fuerzas. La voz le pedía que entregase el fondo de sus deseos para conocer el camino, bajo la promesa de reencontrarse con la vida arrebatada del rey. Ante la oferta final, ya no hubo alternativas.

El desterrado atravesó su esencia sin piedad, la llevó al límite de sus miedos, le mostró la profundidad de la desesperación, lamió cada hueco de su alma, le mostró el verdadero rostro de las cosas; él conoció al fin la esencia divina del único ser ante el que sintió un poder casi similar al suyo, la mujer que lo había llevado también a la obsesión, la que lo obligó a extender el más extraordinario y sutil hilo de sueños y alucinaciones sobre un mar de cadáveres. Mientras la devastaba, dudó por un instante si aquello que lo impulsaba era el odio de no tolerar a un ser tanto más poderoso que él. Antes que su milenaria alma admitiera algún otro tipo de posibilidad apenas cercana a cualquier flaqueza propia del humano, dio la estocada final. Al borde de la locura y el dolor, la reina al fin imploró piedad.

Cuando al fin pudo ver, ya sin noción del mundo que la rodeaba, las lágrimas del rey humedecían su rostro. Intentó incorporarse. Su cuerpo parecía no estar allí. Descubrió con desesperación la que alguna vez había sido su mano inflexible, ahora traslúcida y vestida de fragilidad. Buscó en los ojos del rey una respuesta. La tristeza de aquel rostro lo dijo todo. Ella volvió a cerrar sus ojos, deseando que todo aquello fuese una pesadilla.

La voces que regaron la historia a través de las centurias contaron que la reina una mañana ya no despertó, que la desesperación del rey lo hizo recurrir a todo lo que estuvo a su alcance para recuperarla, hasta aquello prohibido por las leyes. Durante veinte años aquel hombre desesperado, por consejo del ser más despreciable del reino, llegó hasta las ciudades del otro lado del mar en busca del origen de aquel intrincado conjuro que le había arrebatado su amor. Veinte años le llevó regresar derrotado a su lado sólo para presenciar el último aliento de quien, envuelta en la bruma de lo que siempre creyó un mundo en el que su palabra otorgaba la vida y la muerte a su antojo, lo dejaba solo en el mundo.

Dicen que la reina, luego de haber dormido por años, sostenida por un imperceptible hilo de vida atado a  los confines del mundo conocido, luego de haber soñado una desesperada y sangrienta carrera por salvar a su amado, en un último suspiro, mencionó el nombre secreto del único ser que realmente había conocido la profundidad de su alma: el nombre secreto del que nunca duerme.

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