Ese domingo Batman llegó temprano. Sabía que en otoño, en cuanto bajaba un poquito el sol, las madres agarraban a los pibes y se los llevaban a casa mucho antes del anochecer. Por eso arrancó temprano. Cosas más, cosas menos, siempre hacía la misma rutina. Venía a medio disfrazar, con la máscara enganchada en el cinturón, a mano por si aparecían de golpe los chicos. Dejaba la mochila detrás del banco, y empezaba a sacar las cosas de adentro de un bolso heredado de algún trabajo en una fábrica (tenía el logo gastado y no se distinguían las letras). Sacaba las maderitas del bastidor casero, lo armaba y lo dejaba a un costado. Después sacaba los paquetes con los globos y la garrafita de helio. Primero inflaba los largos, los que luego usaba para hacer los diferentes animalitos. Después los decorados y los que tenían los escudos de los equipos de fútbol más conocidos. Por último las máscaras caseras para que los chicos jugaran en una foto a ser sus aliados en la lucha contra el mal. Uno a uno los iba enganchando en los clavos del bastidor, hasta que al fin la escenografía quedaba armada.
Yo solía ir a la plaza los domingos por la tarde. Caminaba por la avenida y me sentaba un rato del lado que daba más el sol, justo de frente a Batman. Prefería estar ahí, ver pasar a la gente. La tarde en casa en la soledad del otoño se me hacía muy larga, como una espera de algo que se sabe que nunca va a pasar. Yo me entretenía observando. Observaba y anotaba cosas a partir de las caras de la gente, de cómo se movían. Todo me servía para escribir mis historias. Soy bueno en eso. Casi todo lo que escribo son historias tristes, quizás porque todo lo que encontraba a mi alrededor lo era. La plaza se convertía en un oasis donde todos iban como para esquivar un poco el agobio de la semana, de la vida. Yo anotaba todas esas tristezas e imaginaba las historias detrás de esos gestos, de esas miradas que se perdían vaya a saber dónde.
Pero volvamos a lo importante. Al rato, poco después del mediodía, la plaza empezó a tomar color. Cuando Batman escuchaba los primeros gritos de los chicos, tomaba la máscara. Antes de ponérsela, creo que como una cábala, inclinaba la cabeza en un saludo cómplice, en un ritual, hacia mi. Nunca habíamos cruzado palabra, pero yo respondía a su saludo. Quizás le traía suerte.
Y ahí empezaba su magia. Se ponía la máscara y su postura corporal cambiaba. Era Batman y les hablaba a los pibes como tal. Reconozco que su cuerpo no lo ayudaba: desde las botas gastadas hasta la máscara eran incontables las imperfecciones, los parches mal hechos para ocultar el paso del tiempo, para mantener las orejas del murciélago lo más dignas posibles, al menos venciendo la gravedad. Lo que semana a semana se le hacía imposible ocultar era su abdomen que de a poco estiraba el traje gris, perdía el protagonismo del baticinturón y dejaba la maya negra cada vez más pequeña bajo el peso de los años. Pero no dejaba de ser digno. Creo haber pasado horas, a costa de no observar otras cosas, mirando su magnífica actuación, escuchando los requerimientos de cada chico con los brazos en jarra, gesticulando su dureza contra los villanos, prestando su maltrecha capa a cada ilusión.
Pero como todos los amantes de las historias de superhéroes sabemos, siempre aparece un villano que lo lleva al borde, que lo hace dudar, que le exige un sacrificio supremo. Y esta vez el villano fue letal. Disfrazado como un inquieto niño de no más de seis años, venía arrastrando a un padre de domingo que no dejaba de ver su celular. El nene pedía algo en cada puesto y papá, sin dejar de mirar la pantalla, sacaba plata del bolsillo y pagaba. Cuando el villano lograba soltarse de su carcelero corría desaforado, mostraba su poder. Hizo gritar al padre cuando empezó a hacer un magistral equilibrio en el borde de la fuente. Como buen servidor del mal no le importó patear al abuelo que le daba pan a las palomas, mucho menos desbaratar la bolsa de golosinas de una pequeña. Para evitar escándalos, el padre iba resarciendo los desastres con disculpas y compensaciones. Pero todo cambió cuando el pequeño malvado divisó a su peor enemigo.
Se paró frente a Batman y lo observó durante largo rato. Su pasividad tranquilizó al padre que creyó poder soltarlo. Cuando el héroe atendió los requerimientos de todos sus admiradores, se encontró frente a frente con él. Batman se acercó al niño manteniendo su mejor pose y le preguntó al niño qué podía hacer por él. No hubo respuesta. Ante su silencio Batman bajó la guardia: inclinó su cuerpo, apoyó las manos en sus rodillas y quedó cara a cara para volver a preguntar. Batman había caído en la trampa. El enemigo caminó hacia un costado, estiró su mano hasta tocar sin pudor el abdomen del héroe y preguntó:
– ¿Hace cuánto que no peleas? –
El golpe fue decisivo, mortal. Batman quedó congelado. No recuerdo que ni siquiera el Capitán Frío hubiese logrado tal éxito en sus mejores momentos. El villano no imaginaba un contraataque. Batman se incorporó lento. Miró al padre del chico, quien esbozaba una sonrisa difícil de ocultar ante la ocurrencia de su malvado descendiente. Fue el golpe final. El héroe se arrancó la máscara, giró hacia el niño y se la arrojó sobre la cara en un gesto de absoluta derrota. Los demás chicos alrededor quedaron paralizados. El que hasta hace un momento había sido Batman fue hacia su bolso, buscó su último recurso, el arma que sólo usaría en un final inevitable y pinchó uno a uno los globos de su atril y otros tantos ya en manos de los pequeños, que lo miraban sin reacción. Las máscaras fueron arrojadas al piso y aplastadas sin piedad ante los gritos de los chicos y el llanto del villano, quien había salido victorioso, pero no ileso.
Fue la última vez que vi a Batman, alejándose vencido hacia la esquina, cerrando los oídos al insulto de varias madres indignadas, volviendo al anonimato entre la gente. Volví a la plaza los domingos siguientes, con la esperanza del regreso, de la revancha. Pero no fue así. Hasta creí verlo alguna vez sobre su Volkswagen Gol desvencijado, con el brazo colgando de la puerta, un cigarrillo entre los dedos y los ojos fijos en su territorio perdido, como buscando rastros de su enemigo. Imaginación y deseos, mala combinación. Definitivamente Batman había sido aniquilado en su último duelo, junto con mis esperanzas de un mundo repleto de superhéroes.
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