«Ningún organismo vivo puede prolongar su existencia durante mucho tiempo en condiciones de realidad absoluta sin perder el juicio; hasta las alondras y las chicharras sueñan, según suponen algunos. Hill House, que no era nada cuerda, se levantaba aislada contra el fondo de sus colinas, almacenando oscuridad en su interior; así se había alzado durante ochenta años y podría aguantar otros ochenta. En su interior las paredes permanecían derechas, los ladrillos encajaban a la perfección y las puertas estaban sensatamente cerradas; el silencio reinaba con monotonía en Hill House, y cualquier cosa que anduviese por ella, caminaba sola.»
Con estas palabras se inicia la novela homónima de la escritora de culto Shirley Jackson, figura lamentablemente eclipsada por la infernal maquinaria de escritura de Stephen King.
La serie inspirada en esta historia comienza con una voz en off que repite casi exactamente estas palabras y que nos sumerge en una casa que escapa felizmente de la a veces poco feliz fábrica cinematográfica de casas malditas.
En esta casa hay algo más, algo que nunca se define, pero que realmente marca de manera atroz la historia de una familia. El clima opresivo y el sufrimiento de los personajes no da respiro y se sostiene en «eso» inclasificable que los acosa y que no discrimina entre el sueño y la vigilia.
No esperen espectacularidad y mucho menos baños de sangre, pero no garantizo una noche de sueños tranquilos.
Pensé que era una seria más de casas embrujadas para adolescentes que buscan experimentar algo similar al miedo. Ahora la quiero ver.
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